Ésta es una increíble historia jamás contada…
Me presento: Me llamo Richard Johnson.
Estando yo en la biblioteca Smith de Londres, les hago saber que es mi favorita, con mis ayudantes Samanta y Cipriano, me tropecé por azar con un manuscrito en una lengua muy antigua y poco conocida.
¡Ah!, se me olvidaba. Soy detective, resido en la capital británica, donde comienza la aventura de esta historia.
Como les iba contando, me interesé mucho por el referido manuscrito. Descifrando sus borrosos e ininteligibles caracteres, llegué a averiguar, que relataba la frenética actividad de la reina de Saba.
Es tan desconocida para nosotros que vivimos muy alejados en el tiempo, varios milenios después, y en una cultura muy diferente.
Los avatares bélicos de aquel país, le sumieron en tal presión que la reina se vio forzada a recoger su valioso y abundante tesoro y enviarlo a escondidas a través de rutas terrestres y marítimas, sirviéndose de diversos emisarios de confianza y embarcaciones grandiosas y magnificas.
Por una parte, hizo llegar gran cantidad de enseres y joyas de oro y plata al rey Salomón, con quien, como es conocido, mantenía más que excelentes relaciones. Por otra parte, ocultó en las fastuosas naves de su flota, la mayor parte de su tesoro real al mando de su lugarteniente Abgansor, servidor de su plena confianza, con quien había mantenido algunos escarceos amorosos.
El temporal, contra el que los marineros no pudieron luchar, les derivó a un lugar desconocido. Se les multiplicaron las dificultades porque no se abastecieron de las suficientes provisiones para la deriva, que sufrieron. Además, tampoco se proveyeron de la tripulación oportuna para estas situaciones.
Atracaron en una playa idílica, a través de la cual, se adentraron en tierra firme. Les sorprendieron la vegetación, árboles y frutos tropicales. No encontraron pobladores. Bautizaron esta tierra con el nombre de Gersebogán. Hoy diríamos que habían llegado a Australia.
Investigando a través de mis contactos en Australia, descubrí unas pirámides de origen desconocido. Impaciente, viajé con mis ayudantes a Australia y me dirigí a la zona, descubriendo que se trataba de dos magníficas y grandiosas pirámides de piedra y arena y una más reducida, todas de base triangular. Las más grandes tendrían aproximadamente unos treinta metros de altura por treinta de lado. Investigando entre los indígenas de la zona, llegué a la conclusión de que tendrían una antigüedad de al menos unos cuatro mil años. Diría que se han conservado en buen estado, casi intactas, por estar ocultas entre vegetación, elevándose las palmeras sobre las pirámides.
Confieso que, aunque nos atenazaba el miedo, no resistimos el impulso de curiosidad, que nos empujó a buscar su entrada, una gran lápida de piedra, tallada con la escritura más antigua. Mis ayudantes y yo no fuimos capaces de removerla, por lo que recurrimos a media docena de indígenas, que con palos gruesos y herramientas nos ayudaron a dejar libre la entrada.
Al retirar la lápida, no nos esperábamos la sorpresa que nos esperaba. El interior estaba completamente oscuro y, sin planos, nos vimos imposibilitados para conocer sus dependencias. Las luminarias de los indígenas nos indicaron unas líneas y dibujos en las primeras piedras. Descifrándolas nos facilitaron accesos y estancias de cada pirámide, pues las dos grandes, prácticamente eran gemelas.
En una estancia, casi disimulada entre accesos, perfilamos dos sarcófagos. No pudimos reprimir nuestro deseo de correr hacia ellos, aunque, si les hablo con el corazón en la mano, se nos pusieron los pelos como escarpias porque los indígenas nos advirtieron que los artesanos de estas pirámides solían poner trampas mortales en los monumentos funerarios, que levantaban. Una de esas trampas podría consistir en disparo automático de ráfagas de flechas al pisar una piedra. Afortunadamente sólo sufrimos unos arañazos por la estrechez del acceso a los sarcófagos.
Uno de aquellos estaba tallado con bellas figuras, que supusimos exóticas, pues no las habíamos visto en nuestro recorrido por Gersebogán. Lo abrimos con avidez, encontrando en su interior, no restos funerarios, sino varios cofres metálicos, que al abrirlos brillaban en la oscuridad como espejos con el reflejo de las luminarias indígenas. ¡Qué satisfacción, habíamos encontrado el tesoro de la reina de Saba!
Quise compensar a mis ayudantes y al grupo de indígenas con parte de las joyas encontradas. Sus rostros brillaban y sus ojos chisporroteaban de alegría contemplando las joyas en sus manos. Confieso humildemente, por mi parte, que jamás había visto nada parecido en tallas, elegancia y grandiosidad.
Pero al salir de la pirámide nos encontramos con una sorpresa, que jamás hubiéramos imaginado. Nos esperaban unos guardianes, que vigilaban el lugar. No los vimos al entrar porque estaban apostados a cierta distancia, casi confundidos con unas suaves dunas de vegetación. En un primer momento supusimos que pirámides y contenido eran de algún gobierno o suyos. Abrieron un viejo cofre bronceado y nos mostraron una piedra pizarrosa con caracteres con forma de cuña. Era el documento de la reina de Saba, en el que daba instrucciones para que, dondequiera que fuera a parar su tesoro, se custodiase, pagando en especie de joyas a sus guardianes y gobiernos, siempre que respetasen su voluntad. Sin dar lugar a que nos reclamaran lo sustraído, les devolvimos cuanto habíamos arrebatado del sarcófago atracado.
La reina de Saba responsabilizaba a sus guardianes, para que, tras pagar gastos, el conjunto de joyas se entregase a sus hijos y sucesores hasta la quinta generación. Y si éstos no vivieran, se entregasen a los descendientes del rey Salomón, también hasta la quinta generación. Saltaba a la vista que era un testamento de amor.
Y ahora, ha llegado el momento de abrirles mi corazón y confesarles un secreto. Había trabajado más de una decena de años con Samanta. Había sido mi fiel colaboradora, eficaz donde las haya, habíamos hecho buenas migas, pero no me la imaginaba compartiendo mi vida, techo y cama. Sin embargo, los avatares de esta historia nos unieron tanto que Samanta y yo nos embarcamos en otra dichosa aventura. La reina de Saba había logrado el milagro de unirnos. Nos casamos al pie de la pirámide en la mañana de un soleado 27 de mayo de 1982, siendo nuestros testigos y compartiendo nuestra felicidad Cipriano, los seis indígenas y dos guardianes. Éstos últimos se tomaron la libertad de tomar del cofre dos anillos con el sello real de la reina de Saba y nos los ofrecieron para arras de boda, envueltos en unas sencillas palabras: La reina de Saba y Salomón han viajado largo trecho en el tiempo. Estos anillos sellan el amor, como ellos quisieron. Gracias, muchas gracias, haremos honor a estos sellos y al amor de la reina de Saba y Salomón, fueron nuestras últimas palabras.